YO TAMBIÉN QUIERO SER MANO DE VARA

Enciendo la televisión. Ahí esta.
Estoy viendo el Diario de la que ya no es Patricia pero que está más buena.
En aquel reflejo tan fiel de este loco mundo veo a grotescos personajes recién sacados de un psiquiátrico: amantes del chat, mercaderes de trapos sucios, vecinas marujas, descerebrados del tuning, adolescentes con demasiadas hormonas masticando estupidez …
Salgo a la calle. La escena no es mucho mejor.
Grupos de modernos acechan en cada esquina. Su pelo a lo Tokio Hotel y su estilo arreglao-desarreglao me hace pensar en el rifle que empuña Clint en Gran Torino (¿Dónde está la esperanza Clint?)
Luego, conforme avanzo hacia la Plaza de Anaya, los perro flauteros hacen su aparición; es posible incluso que su olor me llegase antes que su visión. Soy un gran amante de las litronas Mahou y del aire libre, pero su combinación diaria resulta cuanto menos desalentadora. Pero a esta gente (casi siempre activistas fervientes pro-derechos) no parece importarle porque un diábolo o unos timbales se revelan como el método perfecto para arreglar el mundo. Ni mi querido perro Lucky se distrae tanto con una pelota como estos seres con los malabares.
Me siento en un banco enfrente de la catedral. Es preciosa.
Miró el reloj. Las clases de la tarde están a punto de acabar.
Oigo unas voces chillonas. Antes de que aparezcan ya me las puedo imaginar.
Cuatro pijas con gafas de sol en pleno invierno salmantino hacen su aparición. Son las reinas, las mejores, las auténticas. ¿De donde vendrán? La facultad de Derecho cae lejos de aquí …
Las miro y veo en ellas a todas las tías con las que me he cruzado estos años en antros como el Medievo, el Centenera, el Ávalon, el Cum Laudem, … Conozco como son, lo que quieren, su confortable existencia. En los primeros años de carrera eran el objetivo a conseguir. Tiempo después representaban un buen sitio para escupir.
La tarde se acaba. Las sombras empiezan a engullir al monstruo de piedra que tengo delante. Pienso en los errores que cometí, en los fracasos, en los suspensos o en los no presentado, en las tías que me dejaron tirado y en otras cosas mucho menos tristes como las litronas Mahou cuando valían 125 pesetas.
Y solo un haz de luz ilumina aquella puesta de sol. Una imagen que despierta al animal, a la bestia que llevo dentro: El tío la vara. Su espíritu me envuelve, siento una intima conexión con el universo, los planteas y los bocadillos de longaniza.
Y una pequeña sonrisa se dibuja en mi cara.
Sueño despierto con el olor del campo, de la hierba, del fresno recién podado. Imagino un fino trozo de madera robusto pero a la vez flexible que parece esconder algún secreto en su interior.
Vareo con fuerza, el aire parece cortarse, siento el poder en mi mano.
Cierro los ojos. Solo estoy yo en la Plaza de Anaya.
A lo lejos puedo oír sus voces y sus pasos corriendo en dirección opuesta. Huelo su miedo, más bien su pánico.
Imagino moliendo a palos a todos los pijos tontos del culo de Salamanca, a todos los perro flauteros que se quejan del mundo y que no hacen nada para evitarlo, a todos los que van al Diario de la que ya no es Patricia, a los modernos que parecen tener gaseosa por sangre y que llevan los pantalones caídos por las rodillas, … Imagino escenas preciosas acompañadas del silbido de mi vara antes de acariciar el cuerpo de estos seres surgidos de la tonteria.
La pequeña sonrisa del principio se ha convertido en una alegría pletórica.
Yo también quiero tener mano de vara para ajusticiar a todos estos tontacos, yo también quiero ser un cruzado del hombre de a pie, yo también quiero deleitarme con las marcas de vara por todo su cuerpo, y por la cerveza de 50 céntimos del Country juro que lo haré, vaya que si lo haré …

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